En el libro de Eva IIIouz y Edgar Cabanas, a través de la conexión crítica entre dos disciplinas como la psicología y la sociología, nos acercamos a una reflexión de toda una época, la actual, marcada por el advenimiento de una nueva utopía. Hablamos del “felicismo” o la lucha individual por ser feliz a toda costa y en todo momento.

Hay que reconocer que la apuesta del libro es arriesgada y que a bote pronto pueden surgir objeciones a la idea principal. ¿Cómo poner en duda el concepto de la felicidad como motor principal de la vida? Pero como los autores dejan claro, el libro no es un alegato contra la felicidad, ni a favor de las pasiones tristes como el resentimiento, la melancolía o la tristeza.

Lo que tratan de transmitir es cómo la búsqueda de la felicidad individual se está convirtiendo en un imperativo de la época actual, que, lejos de ayudar a mejorar la vida de la gente, puede estar provocando mayor exigencia personal, autocontrol y, a la postre, una fábrica de sujetos frustrados. Para que esto se dé existe toda una industria que mueve millones de dólares al año y que trata de hacernos creer que la felicidad individual es una de las más altas aspiraciones humanas.

Uno de los principales medios con los que cuenta esta industria es la pretendida “ciencia de la felicidad” o Psicología Positiva. En definitiva, todo un entramado empresarial que, a modo de lobby, invierte una ingente cantidad de dinero para que la cuestión de la felicidad esté en la primera línea de la agenda política y académica. Uno de los postulados principales de esta “ciencia” es que los estados psicológicos dependen principalmente de la voluntad individual. Es decir, una especie de fuerza interior o auténtico “yo” que se puede moldear con unas sencillas técnicas sin demasiada base científica.

Todo se basa en problemas de índole individual. Si no triunfas o no eres totalmente feliz, se trata de una cuestión personal, no has estado a la altura, ya sea porque no te has forzado lo suficiente o porque careces de las capacidades mínimas de afrontamiento. Resiliencia o autosuperación se convierten en una especie de estados naturales “cuasigenéticos”, pero que podemos potenciar, si así lo deseamos.

Y es que, según esta disciplina, asuntos como riqueza o pobreza, felicidad o tristeza, éxito o fracaso son simplemente una mera cuestión de elección particular. Da igual que hayas sufrido abusos sexuales en la infancia, que seas víctima de violencia machista, que nacieras entre jeringas de heroína o que te hayas criado en los mejores colegios privados. La felicidad y el éxito es solo una cuestión de “querer serlo”, de lo contrario el culpable eres solo “tú”.

De entrada surgen preguntas. ¿Qué pasa con la angustia real y diaria que siente mucha gente en su realidad cotidiana?, ¿qué pasa cuando estamos atravesando un duelo por la pérdida de un ser querido o una ruptura dolorosa?, ¿qué pasa si no tengo para pagar un alquiler y me van a echar de mi casa?, ¿qué pasa si simplemente levantarme para afrontar mi día a día supone una heroicidad?, ¿que no tenemos derecho a sentirnos mal?, ¿es entonces todo mi culpa?

Entre los principales agentes que profesan esta “nueva religión” se encuentran los nuevos gurús de la felicidad y el individualismo, los coachers. A través de argumentos extraídos de libros de autoayuda y manejando los conceptos de moda en psicología como resiliencia, mindfulness, salir de la zona de confort, etc., se postulan como ejemplo a seguir. Además de aventurarser a recomendar sus propias recetas y tratan de universalizar estas técnicas como modo de alcanzar el éxito.

El modo de actuación básicamente se resume en que los coachers, partiendo de experiencias exitosas en el campo empresarial y personal, usen sencillas técnicas de motivación, que finalmente se reducen a hablar de uno mismo y de sus emociones. Las sesiones, tanto individuales como grupales, a menudo llegan a ser episodios de auténtica “pornografía emocional”, muy efectistas, pero con nula capacidad de modificar nada.

Las técnicas suelen ser sencillas y con escaso bagaje teórico: expresar gratitud, evitar pensar demasiado, vivir el momento presente, elegir palabras positivas, etc., lo que evidentemente no supone nada negativo en sí. Obviamente pensar en positivo es más agradable que vivir amargados. Lo que los autores del libro ponen en duda es la capacidad de estas técnicas de provocar cambios significativos y duraderos en la estructura de la persona, cuando no efectos incluso perniciosos a largo plazo.

Otra de las críticas más destacadas que contiene el ensayo es la escasa solidez científica de los principales postulados de esta disciplina, teniendo en cuenta que la mayor parte del entramado teórico de la Psicología Positiva parte de la tautología “es bueno estar bien”.

Entendemos entonces que una teoría que tiene como pretensión dar una respuesta de carácter universal al comportamiento humano (“el último objetivo del ser humano es ser feliz”) no puede estar basadas en supuestos con tan escaso recorrido ontológico, filosófico y científico. Una hipótesis de tal magnitud requeriría un poco más de complejidad y profundización. Al fin y al cabo la felicidad es uno de los grandes temas que han ocupado los debates filosóficos en la historia de la humanidad.

También se aborda en el libro el fuerte componente ideológico de estas teorías. Uno de los dogmas que más se repiten es que no hay relación alguna entre tener las necesidades elementales cubiertas y ser feliz. Lo único que realmente importa es la actitud con que afrontes “tu” vida.

Hablamos por tanto de un auténtico triunfo de la concepción del sujeto individualista más radical, hedonista y desconectado de la realidad social que le rodea. No es casualidad, entonces, que el desarrollo de estas teorías esté siendo sostenido en parte por grandes corporaciones como el Instituto Coca Cola de la felicidad.

Un campo que se ha visto muy influido por la Psicología Positiva es la Psicología de empresa. Hoy en día es habitual encontrar en las convenciones de empresas privadas de todo tipo al coacher de turno dando las claves de cómo él mismo ha logrado el éxito, y de cómo “si tú quieres, también puedes lograrlo” y, de paso, mejorar la productividad de la empresa.

Otra de las objeciones que se plantean en el libro se relaciona con las consecuencias directas e indirectas a nivel psicológico que puede comportar la proliferación de estas técnicas. Y es que la obligación de ser felices a toda costa puede llevar a la larga a sentimientos de culpabilidad o inferioridad si no se consigue. Nos podemos encontrar entonces con la creación de auténticos “hipocondriacos emocionales”. Estar inmersos en una vorágine de expresiones del “sí mismo”, de “mi estado emocional” y que “me valoren” es situase en el centro de todo lo que ocurre de bueno y de malo.

Por último, pensar la idea de la felicidad individual como objetivo principal a alcanzar en la vida tiene también importantes implicaciones éticas. Aunque con matices, pasan a un segundo plano las posibles consecuencias que puedan acarrear “mis” acciones sobre otras personas. Y es que toda acción en la vida está encaminada a llevar al límite el disfrute propio, sin pensar que vivimos en comunidad y necesitamos interrelaciones sanas y productivas. Nada de empatía, nada de solidaridad, el hedonismo en su máxima expresión

Es difícil hablar de manera objetiva de un concepto como la felicidad, que lleva años generando debates en la filosofía, la psicología, la sociología, la economía, etc. Para mí, hablar de felicidad es, en primer lugar, hablar de subjetividad. Estamos tratando, pues, de la experiencia singular y única que cada persona asocia al término,
según los sucesos que haya vivido. No existen dos experiencias idénticas en torno a lo que es ser feliz, y nadie puede narrar exactamente lo mismo en cuanto a sus anhelos.

Momentos felices y tristes pueden ser en la vida de la persona muchos: encuentros o rupturas idealizadas, épocas de intensidad amorosa o duelos, episodios con gran carga emocional, etc. Es más, en un mismo día podemos pasar por momentos de plenitud y otros de bajón emocional. Al igual que tenemos rachas buenas, malas y regulares en la vida, también tenemos períodos concretos de nuestra vida idealizados y épocas realmente malas o de casi depresión. ¿Es la síntesis y evaluación particular de estas y otras muchas experiencias, mantenidas en el tiempo, lo que me dice a grandes rasgos si he sido “feliz” o no?

Más que felicidad, que es un término ambiguo y subjetivo, me parece mucho más efectivo, desde el punto de vista terapéutico, colocar el acento en los afectos. Es decir, se trata de preguntarse cómo han afectado en mi vida determinados sucesos o ciertos acontecimientos significativos (positivos y negativos), y qué consecuencias tienen estos en mis deseos, anhelos y fantasmas.

Y no solo eso, también hay que plantear, en el enfoque terapéutico, qué consecuencias tienen mis acciones en el resto de las personas y en el mundo, puesto que desde el punto de vista de la intervención psicológica entendemos que la realidad personal de cada uno está íntimamente ligada a lo social, familiar, laboral, etc., circunstancias que también configura nuestra realidad.

En definitiva, no creo que sea adecuado plantear una intervención clínica desde la búsqueda de la felicidad. Una de las demandas más habituales que se presentan en las sesiones clínicas es, literalmente, “ ¡Yo lo que quiero es ser feliz!”. ¿Cómo? Estar siempre bien, desde que me acuesto hasta que me levanto, disfrutando de la vida cada día, así hasta el infinito. ¿Dónde hay que firmar?

La intervención clínica creo que debería ir encaminada a hacer más sostenible la vida real y diaria, con sus preocupaciones y angustias, pero también con sus momentos alegres y vitales. Buscar un equilibrio productivo entre las vivencias personales, las relaciones sociales y el mundo que habitamos. La manera de sostener el equilibrio entre estas tres realidades es lo que puede acercarnos a hacer de la vida una obra de arte.

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